El Árbol de la Vida, vitral de Henri Matisse, en la Capilla del Rosario, en Vence
El Árbol de la Vida, vitral de Henri Matisse, en la Capilla del Rosario, en Vence (Alpes Marítimos, Francia), 1951.
Una expresion moderna del Apocalipsis
El vitral está al fondo de la capilla, detrás del altar, que es el punto más importante; es estrecho y alargado, redondeado arriba; está formado por dos ventanas estrechas gemelas, separadas como por una columnilla.
Es de piezas de cristal de color, sobre un fondo de cristal blanco, tapado por un velo tendido, colgado de dos puntas; el aire lo mueve, como puede verse en la parte de abajo, a los lados, rozando las jambas.
La cortina muestra, sobre un fondo verde, las ramas de una higuera chumbera, con sus palas ovaladas y azules, con variedad de posiciones que dan animación al conjunto y destacan la vertical; sobre ellas, contrastando, hay como unas llamas o manos, que se mueven hacia arriba, de ritmo ondulante y vivo, amarillo vibrante. Las diferentes siluetas se preparaban recortándose papeles de los distintos colores, resultando esas formas rotundas.
El motivo del vitral es el Árbol de la Vida de la Jerusalén Celestial, que aparece en el Apocalipsis (Ap. 22,2): (Había) el río de la Vida, transparente como el cristal, que manaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza (…) están los árboles de Vida que dan fruto doce veces, una cada mes; y sus hojas pueden curar las naciones.
Aquí se atiende sólo al vitral que habría que considerar, para su comprensión plena, en relación con todo lo que forma la capilla.
Las ventanas partidas que alojan el vitral pudieran recordar las tablas de la ley y evocan el tronco de un árbol y su simetría.
El río es de agua transparente, como un cristal (materia con la que está hecha la imagen). La plaza es la capilla, el trono del Todopoderoso y del Cordero es el altar, donde hay otro árbol, el de la Cruz; el Cordero es la lámpara de la Ciudad (Ap. 21,23: La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero), inundando su luz desde el vitral todo el lugar.
El primer árbol crece en el Paraíso (Gn.2,17; 3,1-7), y es motivo de la Caída; el segundo es el de la Cruz, que redime del Pecado Original; y el definitivo es el de la Vida, en la Jerusalén Celestial, manifestando la nueva unión de Cristo, el Cordero, y la Humanidad en Su Iglesia (Ap. 21,3: El mismo Dios con ellos será su Dios), la Nueva Jerusalén; la ciudad ha sido renovada (Ap. 21,5: Todo lo hago nuevo) iluminada y edificada con piedras preciosas (Ap. 21,19: Los basamentos de la muralla de la ciudad estaban incrustados con toda clase de piedras preciosas), y las calles eran de oro puro, como vidrio transparente (Ap. 21,21). Estos rasgos luminosos se expresan en el vitral, con su irradiación vibrante y variopinta que llega al altar, ilumina el crucifijo (y se refleja en el Via Crucis de cerámica al fondo de la capilla), mostrando que a la Nueva Jerusalén sólo se llega por la Pasión de Cristo, el Cordero; así, el vitral crea el efecto reverberante de luz que es esencial en la Capilla, formando una unidad la luz de los vitrales, que se transforma en colores maravillosos, con el espacio.
Capilla del Rosario, de Henri Matisse, Vence.
A la muerte de Cristo se había rasgado el velo del templo de la primera Jerusalén (Mt.27,51), significando el final de la antigua alianza; ahora hay otro: el Árbol de la Vida crece sobre el velo que sostiene el mundo renovado, integrado en la Creación: es como una magnífica manifestación divina, pero sin llegar aún a la plena visión (oculta en la Humanidad de Jesucristo). Pasamos del mundo ordinario al del espíritu, del visible al invisible (He. 11,3), que va más allá de la apariencia, aunque vinculado a ésta. El velo contiene el mundo renovado.
La chumbera resulta muy sorprendente como Árbol de la Vida, expresando la dureza propia de los lugares cálidos y secos y armada con sus disuasorias espinas; a su lado la naturaleza parece débil: pero sus hojas han de ser de uso medicinal para las naciones y van acompañadas aquí no de frutos sino de las llamas amarillas que expresan la luz del Cordero, como destellos, y, a la vez, la acción del Espíritu, que llena la Nueva Jerusalén, anunciando las lenguas de fuego de Pentecostés (Hch. 2,3). Mientras las palas de la chumbera, diversamente dispuestas manifiestan la inmovilidad vegetal, las llamas expresan un movimiento rítmico, pulsátil, ondulante, propio de aquello que está vivo y con aliento. Dentro del marco de luz blanca que hace presente la identidad divina y acoge las Criaturas, están los colores de éstas: el cactus azul y el fondo verde de un prado serían los tonos fríos de aquel ámbito original descrito en el Génesis (Gn.1,11-12), ahora renovado por la luz cálida del Espíritu en las llamas amarillas; éstas, activas, mueven el velo, como una brisa tenue (IRe. 19,11-13). Las llamas manifiestan la luz, como antorchas del Cordero, que llega atravesando el vidrio. Así la ciudad se olvida del sol y luna, y es la suya la nueva luz definitiva.
También, los colores son los de algunas de las piedras preciosas que cimientan la Nueva Jerusalén (amarillo, azul y verde, Ap. 21, 19-21).
El cristal, por su condición que acoge y transforma la luz, asume la transparencia del agua del rio de la vida (Ap. 22,2: Claro como el cristal).
Conclusión:
El Árbol de la Vida resume qué es la Jerusalén Celestial, la nueva creación; la nueva realidad se da en ese velo del vitral que es el mundo, sin llegar a la presencia de Dios (manifiesto en la luz blanca que lo rodea).
En el vitral, el Árbol simboliza la vida, regado por el agua que Dios le da (Salmo 1, y Ap.22,1-2), y creciendo a la luz del Cordero (Ap. 21,23); la luz, azul y verde, contrasta con el amarillo puesto que la creación renovada necesita de la luz y calor del fuego (llama amarilla) del Espíritu. También manifiesta la unión armoniosa de los contrarios, el agua transparente en el cristal y el fuego, en las llamas.
Así, el vitral es una epifanía del Cordero, expresando su acción sin presentarlo visualmente. La luz del vitral celebra la renovación pascual, iluminando el altar con la cruz y toda la capilla, haciendo ver, con sus juegos de color, que a todo alcanzan, la necesidad de la Pasión para llegar a la Nueva Jerusalén.
Es propia de nuestra época, tan innovadora, la forma de ilustrar el Apocalipsis: dejando de lado las antiguas y venerables historias e imágenes, el artista encuentra una expresión diferente, nueva, para la vivencia religiosa, apropiada para la Humanidad Moderna.