Bajada de Cristo al Limbo, de Fra Angelico.

Fra Angelico, Bajada de Cristo al Limbo, 1436-1445, fresco, 183 X 166 cms., Convento de San Marcos, Florencia.

Entra el Rey de la Gloria

Fra Angelico pintó un ciclo de diferentes motivos religiosos para las celdas del Convento, destinadas a la contemplación de los frailes, y la obra pertenece a ese conjunto.

La imagen ilustra como Cristo descendió a los infiernos, según profesa el Credo, llegando al Limbo: decidido, levitando, llevando el estandarte victorioso de la cruz y las señales de los clavos en pies y manos, vestido de blanco radiante, y desprendiendo luz de una forma ovalada que lo envuelve; todo manifiesta Su Vida nueva; esta luz es blanca, delicada, pura, incomparable y sobrenatural. Su acción ha arrancado la puerta del lugar, aplastando al demonio que lo guardaba, en señal de dominio, los dos caídos en el suelo; está en primer plano, creando un efecto de profundidad muy realista, para manifestar que expresa la verdad. Hay dos clavos que sujetaban la puerta, como los que fijaron a Cristo en la cruz, ahora inútiles, en el suelo. La puerta es demasiado pequeña para el hueco que tapaba, que se ha agrandado al entrar el rey de la gloria (Ps. 24,7), renovándolo todo (cf. Ap. 21,5). Él es el que vive: había muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y de su reino (Ap. 1,18). Afuera está el cielo azul.

Dentro están los bienaventurados en el Seno de Abraham (Lc. 16,22), esperando que llegara la salvación mesiánica. Abraham, el padre en la fe, alarga sus dos manos con determinación hacia Cristo; su movimiento va de izquierda a derecha, de la oscuridad a la luz, y de la Muerte a la Vida; el Resucitado le da Su derecha y lo toma, para llevárselo; los dos se miran; en esa parte, la forma de la roca, como una estela o hito, más allá de las manos, destaca mucho la unión de ambos: es el punto más importante de la imagen, lleno de luz. También están los demás bienaventurados, los justos del Antiguo Testamento, con auras, en actitud orante, juntando las manos, y moviéndose decididamente hacia el Señor resucitado; los más cercanos son Adán y Eva, llevando las túnicas de piel que Dios les hizo cuando pecaron (Gen 3,21).

Termina aquí el viaje que Abraham había empezado cuando dejó su país, tal como el Señor le había dicho (Gen 12,4); ahora se entusiasma, viendo este día (cf. Juan 8,56). Como Adán y Eva en el Paraíso, y ahora otra vez, los humanos pueden ver a Dios cara a cara (Ps. 42,3). Abraham no dudó en ofrecer a su hijo, que se salvó, y ahora el Hijo de Dios, que se ha dado libremente (Vengo a hacer tu voluntad, He 10,9, Ps. 40,9), muerto y resucitado, lo lleva al Cielo. Los justos han sido lavados, bautizados por la muerte de Cristo que borra el pecado, y hechos más blancos que la nieve, por la gracia de esta luz admirable.

El lugar es una cueva oscura formada en la roca viva, una interioridad subterránea y opresiva; pero el espacio se va llenando con la luz que emana el Señor. La llegada de Cristo, a más de desquiciar la puerta, causa un terremoto que ha cuarteado la roca, abriendo grietas en la bóveda y el suelo, destruyendo este ámbito, antes fuerte e inaccesible. Unos demonios, simbolizando el mal y la muerte, huyen de la luz, en actitud contraria a los bienaventurados con Cristo, hacia la izquierda (lado que expresa el mal), tanto hacia abajo como arriba.

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