La Cardiotisa, de Ángelos Akontantos
Angelos Akotantos, La Cardiotisa (Madre de Dios del Corazón), inicio del XV, Heraklion, Creta (entonces perteneciente a la República de Venecia), témpera sobre fondo de pan de oro sobre madera, 121 x 96,5 cm, Museo de Arte Bizantino y Cristiano, Atenas.
El Verbo se manifestó en el más humilde e indefenso de los seres, un niño lleno de ternura
Sobre el fondo dorado de la tabla rectangular está la Virgen María sosteniendo con su izquierda a su Hijo que la abraza, y mostrándolo con la derecha; en las esquinas de arriba están dos ángeles, de proporción mucho menor: llevan, bajo un velo, los clavos de la cruz. Hay inscripciones en griego: arriba, abreviado, Madre de Dios, más abajo La Cardiotisa (la del Corazón) y, abreviado, El Cristo (el Ungido).
María lleva el manto (maforium) propio de las mujeres de la época de Jesús, en Israel, adornado con estrellas, sobre una cofia que recoge el cabello; sus rasgos son alargados y finos. Ella inclina la cabeza hasta tocar la cara de su Hijo; su actitud es de quietud y dulzura y la expresión meditativa; la mirada va hacia nosotros sin desatender a su Hijo. Su derecha es el elemento más próximo al espectador, entre ella y el Niño, al que señala, en un efecto de profundidad.
El Niño, situado entre la mano izquierda y delicada de la Madre, y el pecho y cara de ella, parece tener un año; Él la está abrazando, mientras revuelve las piernas, y pierde la sandalia del pie izquierdo; toca la cara de la madre con su barbilla y la mira, con un gesto que también se dirige al espectador y a los ángeles; las facciones son redondeadas, graciosas y de niño, y los cabellos casi rubios. Viste una túnica blanca resplandeciente, con bordados dorados, ceñida a la cintura y con dos hombreras, todo de bandas doradas; las piernas quedan cubiertas, como con un pañal dorado, que hace unas aguas, por el movimiento vivo de abrazar a Su Madre.
Cualquier icono es una puerta abierta al cielo, manifestando el fondo dorado que las figuras presentadas están más allá de nuestro mundo, asumiendo aquí la totalidad de los tiempos, Encarnación, Redención y Resurrección.
Cristo es un niño que llega a este mundo, encarnándose Dios con una alegría inmensa, expresada en el abrazo que le da a su madre (El amor ardiente del Señor del Universo, Is. 37,32), representando la Humanidad; es el Emmanuel, el Dios con nosotros (Mt. 1,23), el Niño maravilloso (Is. 7,14); es consciente de su muerte, que los ángeles recuerdan con los clavos (El que fue traspasado por nuestras rebeliones Is. 53,5); da un traspiés, casi perdiendo la sandalia, al saberlo, sin dejar la alegría, la misma que tendrán las Marías del sepulcro (Mt. 28,8: Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos). Es sólo un niño: El Verbo se manifestó en el más humilde e indefenso de los seres, un niño lleno de ternura (Andrés de Creta).
El Niño viste de blanco resplandeciente, como en la Transfiguración (Mc. 9,3), los ángeles del sepulcro (Mt. 28,3) o los vencedores del Apocalipsis (Ap. 7,9); se presenta, por las bandas doradas de la túnica, tal como dice Isaías, con las hombreras de príncipe y los riñones ceñidos de justicia y lealtad (Is 6,9; 11,5). Él muestra seguridad, y es digno de confianza (Yo soy, Jn. 6,20).
La actitud de la madre es contrastada. María está turbada ante su creador (Lc. 1,29); acoge al Niño con gran afecto y delicadeza, meditando; sabe que una espada le atravesará el corazón (Lc. 2,33) y pasa ansia por Él, guardando los recuerdos en su corazón (Lc. 2,48.51). Por una parte lo tiene a su cargo (Hágase en mí según tu Palabra, Lc. 1,38), sosteniéndolo con la izquierda; y por otra nos lo presenta con la derecha en un gesto de acercamiento (Venid y lo veréis(Jn. 1,39), Haced lo que Él os diga Jn. 2,5). Ella acoge al Niño y nos lo ofrece, como la Iglesia.
El icono deja ver la salvación, el que es la imagen revelada del Dios invisible (Col. 1,15), Su Palabra se ha hecho hombre (Jn 1,14), y Te he visto con mis ojos (Lc. 2,30); permite seguir el vivo camino que se ha abierto para nosotros a través de la cortina, a través de su carne (He. 10,19), uniendo cielo y tierra, restableciendo el diálogo entre Dios y el hombre, roto en el Paraíso.
Esta tabla formaría parte de un iconostasio (colección de iconos que separa el altar del lugar para los fieles en las iglesias orientales); expresa la primera venida de Cristo (icono de la Teotocós, Madre de Dios), contrapuesta a otro icono inmediato del Pantocrátor (Todopoderoso, Ap. 1,8), que anuncia la segunda, a la consumación de los tiempos; abría el camino a la experiencia espiritual (Oh Reina nuestra, vos estáis con nosotros en esta imagen, oficio de la fiesta del 26 de agosto), siguiendo el pintor las reflexiones de los Padres de la Iglesia, que definieron su configuración. Hoy es un objeto de museo, en un entorno profano, y para la valoración artística.
¿Qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre, que no fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era inaccesible; pero ahora ha querido ser comprendido, accesible a nuestra inteligencia, ¿de qué modo? Yaciendo en un pesebre, reposando en el regazo de su madre, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien en la lividez de la muerte, libre entre los muertos y dominando sobre el poder de la muerte, como también resucitando al tercer día, y subiendo hasta lo más íntimo de los cielos.
San Bernardo, Sermón sobre el Acueducto, 282-283.