Epifanía, ábside de la Iglesia de Santa María de Taüll

Epifanía, temple sobre yeso, ábside de Santa María, Taüll (Alta Ribagorça), 1123, Barcelona, Museu Nacional d’Art de Catalunya.

Las luces de Navidad

 La imagen se extiende sobre el muro cilíndrico del ábside, rematado por un cuarto de esfera. La curvatura de estas formas hace referencia a la bóveda del cielo que, antiguamente, se tenía por curva y era considerada la casa de Dios. En la iglesia es el espacio dedicado a Él, donde está el altar, y es diferente de la nave, de planta cuadrangular.

En la parte de arriba está la Madre de Dios, sentada en un trono, con el Niño en la falda, enmarcados por un óvalo (o mandorla) detrás; todo los señala como seres celestiales. Ella viste una túnica rosada y un manto azul punteado de blanco, como un cielo estrellado; tiene una aura alrededor de la cabeza. El Niño viste una túnica parecida y lleva un manto encarnado, todo adornado con cenefas; su aura es roja, con la cruz; en la izquierda tiene un papel enrollado, bendiciendo con la derecha que extiende hacia el espectador. Al fondo hay unas franjas horizontales, muy negra y destacada la de arriba; a los lados, sobre el negro, hay dos estrellas. Los Sabios llenan el espacio: llevan coronas y Melchor presenta su ofrenda mientras los otros dos se acercan; hay unos rótulos con sus nombres.

Esta parte de la Iglesia queda enmarcada por un arco triunfal con una cenefa importante y el Cordero Apocalíptico (Ap. 5,6), en un círculo y con otras dos estrellas a las bandas.

Otra cenefa muy adornada, haciendo ondas estilizadas, separa con un abismo, esta parte celestial de la de abajo, para indicar un ámbito diferente, el propio de les seres sagrados (la Natividad), separado de los Santos.

Alrededor de la ventana, que define el eje de toda la imagen, y mira a Oriente, están los apóstoles con auras, algunos identificados por rótulos (Pedro, Pablo, Juan), dispuestos en una columnata, el edificio de la Iglesia, la Jerusalén Celestial, bellamente edificada (ellos son sus columnas, Ga. 2,9). Llevan los libros que han escrito (Juan y Pablo) o las llaves del Reino (Pedro, Mt. 16,18); están en el Cielo, a un nivel más bajo que la Madre de Dios y el Niño,  en el mismo centro, y en un tiempo diferente, aunque aparezcan juntos: los Sabios y la Natividad están al inicio de la vida de Cristo, mientras que los Santos viven ya la plenitud de los tiempos (Eskaton); el tiempo sagrado queda más allá de la Historia, es una dimensión total, en la que diferentes momentos y hechos pueden darse a la vez, y que se percibe con todo su sentido (diacrónico), sin las limitaciones propias de cada época (sincrónico).

Aún hay otra cenefa que señala un espacio con criaturas, nuestro espacio mundano (aves, cuadrúpedos, un ser marino fantástico, posible referencia a los dominios aéreo, terrestre y acuático); también hay estilizaciones de plantas que pudieran expresar el manto vegetal. A esta altura se disponen los ministros que celebran la Liturgia, junto a la nave, lugar de los fieles, los que caminan desde este mundo hacia la Jerusalén Celestial.

La obra es románica (s. XII), de figuras muy planas, sin corporeidad (considerada fuente de decepción); de ojos muy grandes, abiertos al alma, dejando de lado el realismo mundano; aquí, las formas naturales son tan sólo un recurso para hacer presente la realidad espiritual.

Santa María de Taüll, ábside, parte superior.

El ábside presenta las tres luces de la liturgia de Navidad: la primera es la que “resplandece en la oscuridad” (Jn. 1,5; Is. 9,1), que es la lección del día de Navidad, con el Niño, Luz de luces; plásticamente lo manifiesta la estrella a nuestra derecha sobre la gran faja negra que preside el conjunto; Madre y Niño la desgarran de arriba abajo al producirse Su aparición, y es que las tinieblas y la Muerte dominaban antes de la Encarnación. Después, está la luz del día de la Presentación al Templo (Primero de Enero); Cristo es la “Luz que se revela a las naciones”, representadas por la comunidad reunida en esa iglesia, siguiendo esa Luz (Lc. 2,32). Finalmente, está la otra estrella (con un rótulo), recordando el día de la Epifanía, guiando a los Sabios, que representan a los Gentiles y son la primicia del Nuevo Israel (Mt. 1,1).

 La ventana, muy destacada, queda alineada con el Niño, que tiene arriba. Su luz, abierta al Sol de la mañana, tiene presente a Ezequiel (43,4), haciendo referencia a la restauración del Templo de Jerusalén: “La presencia gloriosa del Señor llegó al santuario pasando por la puerta que da a Oriente” (de donde vienen los Sabios, Mt. 2, 1); como el Niño entró en el Templo el día de Su Presentación, llega cada mañana Su Luz a esta iglesia, nuevo templo. Niño y Luz son los dos aspectos de una misma cosa: “El hijo eterno e inefable de Dios lleva la propia carne como una lámpara encendida” (S. Gregorio Nacianceno, Oración 31,3).

La Madre de Dios (en griego Teotocós) queda identificada con el Trono, Ella es la Sede de la Sabiduría. La túnica rosada hace referencia a Su cuerpo (en el que se dará la Encarnación), y el manto (el cielo azul de estrellas) se refiere a su condición celestial; Ella está unida a la Luz: ”La Madre de Dios, la virgen más pura, ha llevado la verdadera luz en Sus brazos y la ha dado a aquellos que se consumen en la oscuridad” (S. Sofronio).

 El Niño, en lo alto del ábside, en el Trono y dentro de la mandorla, se encuentra en su ámbito exclusivo, por una parte es Mayor que nosotros, y de condición divina (Flp. 2,6). Por otra es un adulto pequeño, expresando así no sólo el momento del nacimiento sino también la pequeñez de la condición humana, hecho en todo como nosotros (2Co. 8:9); Él es el Emmanuel (el Dios con nosotros, Is. 7, 14); Su Cuerpo es pequeño y está en la falda de Su Madre, pero el artista no ha hecho precisamente un ser infantil (palabra que quiere decir “que no habla”); Él  quiere acercarse a nosotros con Su Palabra (en el rollo de la mano izquierda en el que hay escrito el Evangelio, Jn. 1,14), a la vez que está bendiciendo con Su derecha, salvándonos (Sl. 20,6).

Todo en estos personajes tiene sentido, y así el manto encarnado (color de la sangre) que el Niño viste expresa la Encarnación, mientras que el aura roja con la cruz blanca inscrita hace referencia a Su muerte. El Niño que habría de ser débil, en Su Trono tiene autoridad, como lo mostrará el Evangelio. Él se presenta con los rasgos que tomarán los gobernantes feudales de la época, en posición de dominio.

 Los Sabios, atentos a la gracia, son guiados por la Estrella que viene de Oriente, porque “El Señor levantará una enseña para llamar a un pueblo lejano” (Is. 5, 26); “llevan incienso para Dios, oro para un Rey, y mirra para Aquel que ha de morir (Mt. 1,11; Jn. 19,39). Ellos son los últimos en llegar, después del tiempo de los profetas, y se convierten en los primeros fieles del Nuevo Israel que es la Iglesia, acogiendo a los Gentiles” (S. Pedro Crisólogo).

 La pintura es una expresión muy solemne de la Encarnación, del Dios con nosotros; esta presentación destaca la trascendencia de Dios (más allá de la Historia y del Cosmos); se centra en la contemplación de la Gloria, que es la fuerza salvadora del Altísimo que viene a la Humanidad: “La Palabra se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros, y hemos contemplado Su Gloria” (Jn. 1,14), aquella Gloria que es, a la vez, la Alegría y la Paz para los Hombres, según los Ángeles anuncian a los Pastores (Lc. 2, 10.14), porque “La gloria de Dios es que el Hombre viva” (S. Irineo, Contra las Herejías, L. IV, 5, 20).

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Virgen con el Niño (Theotocós), de Taüll

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